Phileas Fogg. Londres, París, Brindisi, Suez, Bombay, Calcuta, Singapur, Hong-Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva York, Liverpool y de nuevo a Londres. Todo este periplo, entre un 2 de octubre y un 21 de noviembre. Phileas Fogg es el hombre rico con que sueña Julio Verne. Un conejo blanco ha dicho corriendo que el tiempo es oro, y la riqueza de Phileas Fogg, caballero de la alta sociedad inglesa, es la mismísima puntualidad. Queriendo dar la vuelta al mundo en ochenta días, la dará en setenta y nueve. Phileas Fogg es el hombre que considera que el oro del tiempo vale más que el oro de cualquier reloj. Sabemos que vive el señor Fogg en la casa que lleva el número 7 de Savile Row, en los jardines de Burlington; la misma casa, apunta Verne, donde murió el dramaturgo Sheridan en 1814. Pero aquí Verne se equivoca dos veces, pues el literato irlandés vivió en el 14 de esa calle y murió en 1816. Le ahorra tiempo Julio Verne a la biografía de Sheridan, acaso imbuido de la urgencia con que siente su personaje. También sabemos de Phileas Fogg que es uno de los más destacados miembros del Reform Club de Londres, la sede cívica del Partido Liberal, como lo serían más tarde Arthur Conan Doyle, Henry James y H.G. Wells. Verne no siente simpatía por los creadores de mundos, prefiere reformar lo viejo a crear lo nuevo. Cuando Julio Verne pinta a alguien capaz de crear un mundo distinto, le sale un príncipe solitario y vengativo que vive sumergido en el océano, y le niega hasta el nombre, porque le va a llamar Nadie, que es Nemo en latín. Describe el novelista a Phileas Fogg comparándolo al poeta Byron, pero un Byron impasible, que habría vivido mil años sin envejecer. No es todo el tiempo del mundo lo que en el fondo Verne desea para su personaje sino la eterna juventud, la abolición misma del tiempo. En eso Verne comete un atentado anarquista. La Vuelta al mundo en ochenta días se publica en 1872, tres años después de ser inaugurado el canal de Suez, y de estos rudimentarios agujeros del tiempo ideados por ingenieros es de los que quiere hablarnos el escritor. En realidad Verne está haciendo todo el rato agujeros en el mundo, para descender al centro de la Tierra, para bajar al fondo del mar, o para subir a lo alto del aire en un globo. En su perforar la realidad, Julio Verne actúa como Freud cuando se hunde con los sueños en lo más hondo de nuestro inconsciente, o como Marx cuando perfora mediante la economía la dialéctica de la historia. En realidad Verne esta siempre hablando de gente que no existe, como el capitán Nemo, o como nuestro Phileas Fogg, cuyo nombre puede traducirse como el Amigo de la Niebla. Porque resulta que a Phileas Fogg nadie le había visto nunca en Londres. Jamás se le había encontrado en la Bolsa, ni en el banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Su nombre no figuraba en ningún comité de administración ni nunca se había oído en un colegio de abogados. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. Verne dice que era miembro del Reform Club, y nada más. Por eso, porque Phileas Fogg no pertenece al mundo, viaja sin que le importe lo que ocurre a su alrededor.
Philip Marlowe. He aquí su antagonista, un hombre que no
pertenece más que al mundo. Pobre como una rata, pero con mucho
estilo. En El sueño eterno, la primera novela de Marlowe,
Raymond Chandler explica que su detective es el mejor vestido de
todos; pero dentro de sus zapatos negros, sus calcetines de lana con
ligas y su traje azul pólvora, hay un hombre que desempeña el más
modesto y humilde de los oficios: el de caballero andante. Todas las
venturas de Marlowe son andanzas de un largo libro de caballerías
que transcurre en los penosos años de la Gran Depresión. El
sueño eterno se edita en 1939, el mismo año en que Steinbeck
publica Las uvas de la ira, y los dos son libros de gente
pobre. En esas fechas, Estados Unidos ha caído en una recesión que
le hace volver a los niveles de 1929. Las tormentas de polvo asolan
la América rural. Una gran huelga se extiende por la General Motors
y acaba con 45.000 despidos. Vuelven los parados y los hambrientos a
marchar frente a la Casa Blanca. El detective de Los Ángeles ha
empezado a decir su largo adiós a un mundo que no soporta, adiós a
todo excepto a una sola cosa: todavía no se ha inventado la forma de
decirle adiós a la policía. Los casos de Philip Marlowe están
forjados milimétricamente por el ideal caballeresco. Consisten en
rescatar a una dama a la que nunca ha visto, y a veces sus novelas se
titulan como si fueran un libro de Chrétien de Troyes: La dama
del lago. En Philip Marlowe los valores no son sociales sino
absolutamente privados. El detective cree ante todo en la lealtad a
la palabra dada. Es un hombre con un código de honor. Vive solo y
errático, se enamora de lejos y opina cuando calla. Nunca va a
renunciar a la pelea si es la manera de solucionar una injusticia.
Todo esto, a cambio de un dinero que no supone gran cosa para lo que
se cobra en el gremio. Su tarifa va de los veinte a los cuarenta
dólares por día, gastos aparte; pero a menudo se queda sin cobrar.
Le contrata la gente rica cuando necesita que un pobre le lave los
trapos sucios. Marlowe ha puesto su despacho en un cuchitril de una
sexta planta, en el 615 de Cahuenga Building, en Hollywood Bulevard,
Los Ángles, California. Pero desde ahí no contempla la gran ciudad
a sus pies, como haría quien puede dominarla sino que los cristales
en los que se concentra son los de un vaso de bourbon. Fogg y
Marlowe, el rico y el pobre, viven ambos a contrarreloj. El primero,
ya hemos dicho que para dar la vuelta a un mundo en el que no se
moja; el segundo, para detener el mundo, donde está metido hasta la
médula; para que deje de dar vueltas durante los minutos que dura un
pitillo, que es el tiempo que Marlowe necesita para ver claro. Fogg y
Marlowe comparten también un origen incierto. Los dos proceden de la
niebla, de la nada. El crítico cinematográfico François Guérif ha
observado que la pequeña localidad de Santa Rosa, donde nació
Marlowe, fue donde Hitchcock filmó su película preferida: La
sombra de una duda.
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