Cantó un par de canciones, ni siquiera recuerdo que fuesen tres, play back parcial, cabello parcial, vino sin banda cantando que estaba solo, ya digo, no se puede ser más franco. Aunque la ropa que llevaba para actuar recordaba la de un enfermero (o quizá más aún la de un limpiador de camas y de habitaciones de hospital), sus guantes azules ajustados como mallas para enseñar las piernas en la danza de la muerte, el cuello de pico del batín igual que un estudiante pijo de anatomías vivas o agonizantes, pero en todo momento vivas..., digo que aunque demasiado en él parecía tomado del lado de los que luchan contra la muerte, en su conjunto todo él, todo lo suyo, componía el dibujo de un adiós.
Y ahí estábamos, en la FNAC, en Barcelona, cuatro gatos, tal vez cinco, no más, los suficientes para que no pudiera dejar de estar solo y sentirnos nosotros también solos como islas de carne en un olvidado mar de sillas. Él, Bernardo Bonezzi, niño prodigio al que le era imposible dejar de ser niño por miedo a dejar de ser prodigio, con sus cejas grandes de adulto, lo único que tenía, que siempre había tenido, de adulto, porque un niño pordigio es un niño con cejas de hombre, esas cejas que le afeaban la expresión como una rata que te ha visto y que se queda a mirarte mientras dure la noche.
Ahí estaba yo, mirándole, incapaz de disfrutar de verlo (y eso que no lo había visto nunca), pero no podía verle porque estaba entediendo que esos guantes azules se los había puesto para algo terrible (bueno, es trampa, eso sólo lo he comprendido ahora). Y estaba también pensando ahí que alguna relación tendrían sus guantes estériles (quizá sea esta la única palabra acertada) con el guante púrpura de Michael Jackson... Otro.
Es cansado, Bernardo Bonezzi, salir de cada verano, porque se sale de la nada de los días abrasados por el sol a la nada que dejáis los que os vais cuando no teneis nada que llevaros.
Ey...